Para 2050, los seres humanos demandaremos más alimento y las estimaciones indican que la producción de los mismos no se incrementará en la misma proporción. Ante la necesidad de cultivar lo más posible en el espacio que se tiene disponible tenemos que recurrir a la ayuda de productos químicos que, bien usados, mejoran el rendimiento de los sembradíos de forma segura para el agricultor y con un riesgo mínimo para el medio ambiente.
Es el caso de los herbicidas. Son necesarios porque combaten la proliferación de malezas que se roban el espacio, la luz, el agua y en general los recursos destinados al cultivo, además de que afectan la recolección e incrementan los costos.
La manera más sencilla para eliminar esa maleza es mecánicamente, ya sea con las manos, arrancándola, o con otras herramientas, como el azadón, el rastrillo o un tractor. El problema viene cuando el área del cultivo aumenta y el método manual ya no es suficiente para acabar con la mala hierba.
El agricultor tiene entonces la opción de recurrir a los productos químicos o a la biotecnología, en la que se manejan sustancias activas como el glifosato, que ayudan a eliminar esa maleza.
El glifosato es el ingrediente activo de algunos herbicidas cuya función es interrumpir los procesos metabólicos de la planta y acabar con ella, en este caso la mala hierba que ataca al cultivo. Si se usa de acuerdo a las indicaciones del fabricante, no contamina los mantos freáticos y su baja persistencia permite su uso únicamente con los ciclos de cultivo. Tampoco se ha encontrado que contamine los alimentos que consumen las personas.
En septiembre de 2016 se hizo una revisión del potencial carcinogénico del glifosato por cuatro paneles de expertos independientes para comparar la evaluación de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés), que determinaron que no había elementos suficientes en la investigación para determinar que el glifosato sea “probablemente carcinógeno en humanos”, como estableció la IARC en 2015.
Así que entre la opción de buscar más área de cultivo (las cuales quedan muy pocas en el mundo viables de ser explotados) o aumentar el rendimiento de las que existen actualmente, la segunda opción suena mucho mejor aprovechando así lo que la ciencia ofrece para hacer frente a esa demanda de 3050 kcal que requerirá cada persona en el año 2050, un incremento respecto a los 2770 kcal que se requerían denle el periodo 2003/05, de acuerdo con la FAO. Proyecciones que indican que “el aumento de la producción por sí solo no sería suficiente para garantizar la seguridad alimentaria de todos”.