Si las mujeres tuvieran el mismo acceso a los recursos productivos que los hombres podrían incrementar el rendimiento de sus explotaciones agrícolas de un 20 a 30 por ciento, considera la FAO. Esto permitiría aumentar en un 2,5 a 4 por ciento la producción agrícola total en los países en desarrollo y reducir en un 12 a 17 por ciento el número de personas hambrientas en el mundo.
Esto es así porque “las mujeres rurales poseen gran parte de los conocimientos necesarios para aumentar la seguridad alimentaria, impedir la degradación del medio ambiente y mantener la diversidad biológica de la agricultura”, asegura el organismo. “Representan un papel fundamental en las economías tanto de los países en desarrollo como de los desarrollados, pues contribuyen al progreso agrícola, mejoran la seguridad alimentaria y ayudan a reducir los niveles de pobreza de sus comudidades”.
¿Cómo han adquirido las mujeres rurales estos conocimientos? Porque cultivan la tierra que ha estado en su familia por muchas generaciones para el consumo de sus familias y procesan o venden parte de su producción en los mercados locales, según datos de la FAO. Su participación en la fuerza de trabajo agrícola varía entre 20 por ciento en América Latina y 50 por ciento o más en ciertas partes de África y Asia. En México representan el 27 por ciento de las personas ocupadas en el campo.
El problema es que cuentan con una carga de trabajo mayor que los hombres, porque combinan las actividades agrícolas con las responsabilidades domésticas como cocinar, limpiar, recolectar leña y agua, además de cuidar a los niños y ancianos e incluso realizar actividades no agrícolas como el comercio en el mercado o en el sector obrero, para garantizar la seguridad alimentaria de sus familias y diversificar las fuentes de ingreso.
Con un acceso más amplio a la educación, la tierra, la infraestructura, los insumos, los servicios y las redes de seguridad, las mujeres rurales podrían capacitarse y obtener empleos fuera de la granja familiar, y participar en organizaciones rurales en las que podrían aportar sus conocimientos al colectivo para hacer frente a los retos del sector agrícola.
Otro tanto ocurre con los jóvenes. Menos de la mitad de los jóvenes rurales tiene un trabajo “decente” desde el punto de vista de los ingresos, de acuerdo con datos de la FAO. El horario laboral completo (40 a 48 horas semanales) o la sobrecarga (49 horas semanales y más) es la norma, y generalmente trabajan en peores condiciones que los de mayor edad. Es decir, su trabajo es más riesgoso, más precario, con menor salario, y menor afiliación a la seguridad social. En México, el 45.2 por ciento de los jóvenes rurales trabajan como peones o jornaleros. A esto hay que sumar que tienen poca posibilidad de acceder a tierras y la herencia es la vía principal, aunque cada vez más tardía.
Por ello organismos como la FAO y el Banco Mundial recomiedan políticas públicas que impulsen a los jóvenes rurales e indígenas como grupos con fortalezas y oportunidades para potenciar el desarrollo de sus comunidades. Un primer paso es incorporar en los programas de educación básica el conjunto de destrezas y conocimientos ancestrales, fortalecer el trabajo asalariado agrícola y no agrícola, incentivar la cultura cooperativista en el seno de los emprendimientos agrícolas o no agrícolas familiar o por cuenta propia, e incluir a los jóvenes inactivos en programas de capacitación, seguridad social y organizaciones sociales y recreativas.
Referencias
Las mujeres rurales y la agricultura familiar
La contribución de la mujer a la agricultura